lunes, 18 de diciembre de 2017

La puerta no es el final

Palabra que quería dedicar una última entrada al penoso asunto de nuestra puerta de entrada, esperando que fuera la última vez, pero, si me empeño en que esté acabada antes de publicar una nueva entrada, se me va a acabar el año, y que sólo sea éste.

Pues señor, nos habíamos quedado en abril, nada menos, con la puerta del garaje terminada y en buen uso. Con la euforia del momento, uno se viene arriba y la pregunta al señor Puertincx, que así llamaremos al operario que nos puso la puerta del garaje, fue si también se ocupaban de puertas de entrada, que, si así era, nos apuntábamos.

Resultó que sí, pero que no las hacían ellos, sino que las importaban de los Países Bajos, vulgo Holanda; pero que sí las instalaban ellos. Pues estáis contratados, dijimos. El presupuesto era razonablemente modesto, pagamos una cantidad a cuenta y esperamos, frotándonos las manos, que nuestra venerable puerta de 1957 fuera reemplazada por una puerta de la era espacial.

A todo esto, la puerta de 1957, con su reja y una cerradura de seguridad, jamás había dado el menor problema y cerraba de categoría y, si algo le podíamos reprochar, era el biruji que entraba en invierno por los bajos de la misma.

La puerta costó un poco de hacerse. Llegó en verano, y era del tipo puturrudefuá securitas, con un cristal central traslúcido de los que no se rompen ni a martillazos, aislamiento de última generación (hay que reconocer que algo se ha notado en la factura de la calefacción) y, eso sí, la cerradura era normalita, de las de llave de toda la vida, sin células fotoeléctricas ni identificador de iris, pero bueno, el caso es que la puerta fuera chula. Luego vino un albañil flamencófono que puso en orden el estropicio que significó instalar el marco, y parecía que la cosa quedaba bien y que iba a poder escribir la última entrada y alabar al Señor por haber encontrado un profesional irreprochable en el Reino de los Belgas.

Muy feliz me las prometía yo.

La cosa comenzó a torcerse cuando nos dimos cuenta de que la apertura automática fallaba. Con la puerta de 1957, el videoportero y la apertura automática no nos dieron el menor problema; en cambio, uno pone la puerta galáctica, y resulta que ya puede pulsar con furia el portero automático, que al final lo único que funciona es la apertura manual bajando los escalones como está mandado. Como toda la vida. Para hacer ejercicio está bien, y también para recibir a las visitas cara a cara y que no se encuentren un recibidor vacío; pero, cuando el que quiere entrar es de confianza, se echa de menos darle al botoncito y que pase. El que entra (y es de confianza) también echa de menos que le abran enseguida, antes que quedarse un rato al relente y quién sabe si calándose bajo la lluvia.

Lo siguiente fue que la puerta sería im-presionante, pero el pomo de la misma era una barra metálica que apenas dejaba espacio para meter la mano -y la llave-, sobre todo si eras diestro. Los zurdos nos las componemos bastante bien, pero resulta que, en mi familia, el único zurdo soy yo. Para una vez que se hace algo pensando en nosotros...

Finalmente, la cosa se torció del todo cuando la puerta, que hay que decir que tiene una función precisa en esta vida, y no es adornar, empezó a abrirse por simpatía, y luego se negaba a cerrarse. Si, durante las primeras semanas, cerrabas y punto, a partir de ellas pasó a rebotar contra el marco, hasta el punto de que, para cerrarla, había que ir con una suavidad exquisita, pero incluso así una ráfaga de viento la abría de nuevo. La única ventaja era que no hacía falta llevarse la llave para entrar en casa, porque empujabas ligeramente, y la puerta cedía con más facilidad que un negociador del gobierno español.

Llegados a este extremo, ya hubo que llamar al señor Puertincx. Pero las aventuras que tuvimos con él las dejo para la siguiente entrada, esperando que sea la última, aunque, de todas formas, ya se ha hecho tarde.

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